El primer amor siempre marca… Con 16 años, Alan Turing estaba ya acostumbrado a pensar de manera muy independiente. Formulaba teorías sin que nadie en la Sherborne School, el lugar donde estudiaba, le hubiese guiado hacia ellas o, al menos, le hubiese enseñado el camino para llegar hacia allí, algo que no estaba especialmente bien visto en aquella institución inglesa donde se prefería la ortodoxia.
Sólo su madre, que compartía ese espíritu, le daba ánimos para seguir “creando” sus propias ideas. Del resto de su entorno, compañeros y profesores, Alan se había ido aislando. Daba igual que fuera capaz de extrapolar el trabajo que Einstein estaba desarrollando en ese momento y que aún estaba inédito… no había demasiadas razones para contarlo.
Al menos, así fue hasta que conoció a Christopher Morcom, un chico más pequeño y delgado de lo normal para esa edad. Compartía con Alan Turing la pasión por la ciencia, pero, como explica Andrew Hodges en su libro ‘Alan Turing: The Enigma’ , vivía a gusto dentro de los límites del colegio al que acudían: Christopher era un chico bien considerado, premiado por los profesores.
Fue más que su amigo, su primer amor. Pero también el primero que se tomó a Alan Turing y sus ideas en serio. Para Turing, aquello fue un espaldarazo, una inyección de autoestima, la razón por la que comenzó a comunicar sus proyectos y teorías sin miedo a que no fueran comprendidas. Christopher Morcom siempre las tenía en cuenta:
Mis recuerdos más vívidos de Chris son casi siempre de las cosas tan amables que me decía. – Alan Turing
Mientras esto pasaba, Christopher ya estaba enfermo. Durante años había estado bebiendo leche infectada de tuberculosis bovina y en 1930 la latente enfermedad de Morcom despertó de nuevo y se lo llevó por delante. Para Alan fue un mazazo, un cambio de esquema total. Su esperanza en la fe religiosa se rompió por completo y se volvió ateo. Pero más importante incluso: se obsesionó con entender los procesos mentales del ser humano, con entender qué había pasado con la mente de Christopher tras su muerte.
Alan, de manera casi obsesiva, empezó a estudiar obras que hablaran sobre ello en todas las áreas posibles: biología, metafísica, filosofía, lógica matemática. Así fue cómo llegó a su primera visión de la mente como una máquina artificial inteligente, algo que podría replicarse mediante la matemática. Fue la muerte de Christopher la que desembocó en uno de los descubrimientos fundamentales de Turing, y en su legado más duradero. El primer amor siempre marca… por fortuna para el resto del mundo.
El doble enigma secreto
En abril de 1936, con 24 años, Alan Turing ya había completado su mayor contribución a las matemáticas: la de que la triple correspondencia entre instrucciones lógicas, mente y máquina puede tomar forma física. Había nacido la Máquina de Turing, pilar de las ciencias de la computación. Que uno de los nombres que quisieron aplicarse a los estudiosos de esta rama fuese el de turingeniero da la medida exacta de la importancia del trabajo de Alan Turing. Sin embargo, los acontecimientos históricos le harían enfocarse de manera urgente en otros aspectos científicos.
Alan Turing no había sido un intelectual político, algo que en los años 30 era, otra vez, un modo de aislarse. La convulsa situación de entreguerras casi obligaba a tomar posición en cualquier aspecto de la vida: el pacifismo, el marxismo, las vanguardias artísticas de componente político… Pero el mayor posicionamiento político de Turing precisamente venía de su propia identidad: la homosexualidad que la sociedad inglesa reprimía y prohibía.
Turing no quería involucrarse en política, pero sus trabajos en Princeton creando máquinas de cifrado le iban a colocar en el centro de la defensa de su país. En secreto, comenzó a trabajar en el departamento británico de criptoanalítica. Los Nazis, vigilados de cerca por el gobierno inglés, habían ideado Enigma, un código que, de momento, se revelaba inquebrantable. El departamento, que se daba de bruces una y otra vez contra el mismo camino sin salida, decidió dar el salto cualitatitvo y confiar en científicos como Turing para desentrañar los secretos del código alemán.
Cuando, en septiembre de 1939, Inglaterra declaró la guerra a Alemania, Turing dejó sus trabajos para dedicarse en exclusiva a desbloquear enigma. Junto a Welchman, Turing ideó la Bomba, la representación mecánica del proceso de deducción lógica capaz de extraer, de un pequeño fragmento, un texto entero. Turing creía ya que las máquinas pensaban por sí mismas, así que sólo estaba poniendo las raíces para que realmente fuese así.
Desde 1939 a 1942, Alan Turing disfrutó derrotando todos los patrones alemanes que habían hecho encallar a otros muchos científicos. El reto y la satisfacción de resolverlo en solitario le dieron alas… y ayudaron a salvar vidas, a conocer dónde y cuándo se iba a bombardear Inglaterra. Nada de esto se supo en la sociedad de su tiempo, puesto que sus avances formaban parte del alto secreto de Estado.
Pero, además, en 1942, ante la imposibilidad de descifrar la máquina Enigma que escondía las comunicaciones de los submarinos alemanes del Atlántico, Alan Turing tuvo contacto con la electrónica a gran escala, con todo su potencial. Así fue como en 1944 Turing sabía que había llegado el momento de “construir un cerebro”, como él mismo confesó a Donald Bayley; la hora de poner en marcha su máquina universal; de homenajear a los patrones mentales de Christopher Morcom, que le habían traido hasta aquí.
Fallaría esa carrera por culpa del retraso inglés en la ingeniería electrónica, pero en Manchester, en 1948, consiguió dar la primera demostración práctica de su máquina de Turing. Fue en junio, apenas un mes antes de que comenzasen en Londres los Juegos Olímpicos en los que Turing también estuvo a punto de participar.
Turing se acuesta con hombres, así que las máquinas no piensan
Para 1952, Turing hacía tiempo que había dejado de llevar sus relaciones sentimentales en secreto. Pero ese año fue más lejos: su casa sufrió un robo en el que estaba implicado uno de sus ligues. En el interrogatorio policial, Turing no tuvo problemas en reconocer que sí, que mantenía relaciones sexuales con él. Fue condenado, como Oscar Wilde, por “indecencia grave y perversión sexual” y, de las dos condenas posibles, cárcel o castración, eligió el tratamiento hormonal de castración química.
La prensa de la época se cebó con él, el matemático homosexual pillado in fraganti. De sus contribuciones a la seguridad nacional no se hablaba, porque eran secretas. Turing cayó en el descrédito y, lo que es más, sus ideas también. Él mismo se lo explicaba a un amigo por carta, el silogismo de la gente era sencillo:
Turing believes machines think, Turing lies with men, Therefore machines do not think
Sin embargo, las máquinas pensaban y lo hacían con ese modelo libre que era Alan Turing, su creador. En la Universidad de Manchester, en 1948, ideó junto a Strachey, un programa en cinta de papel perforado capaz de generar cartas de amor, listas para ser enviadas, firmadas por M.U.C (la computadora de la Universidad de Manchester).
Alan Turing creía en que el ser humano siempre sería sorprendido por las máquinas. Sí, nosotros las programamos, les explciamos lo que queremos que haga, les pedimos que lo hagan, pero ellas tienen en cuenta tantas variables y tan rápido que no podemos prever cómo va a acabar. EnComputing Machinery and Intelligence, donde planteaba respuestas a todos los que dudaban de si las máquinas piensan por sí mismas, afirmaba:
“Creo que la visión de que las máquinas no pueden sorprendernos se debe a una falacia muy extendida, querida especialmente por filósofos y matemáticos. Asumimos que siempre que la mente conozca un hecho, las consecuencias de ese hecho aparecerán en nuestro pensamiento de manera simultánea. Es algo muy útil en determinadas circunstancias, pero también algo que muy pronto olvidamos que es falso. Y si lo hacemos, la consecuencia natural es que no hay virtud alguna en calcular las consecuencias a partir de datos y principios generales”.
Turing concluía que era de esperar que las máquinas compitieran con los hombres en todos los campos intelectuales. Fue fundamental para otorgarles no sólo vida, sino también para dotarlos de un estatus adecuado. Cuando se dejó de subestimar a las máquinas fue cuando el hombre les sacó verdadero partido.
Cuatro años después de escribir eso, dos después de su castración química, Alan Turing murió tras comer una manzana envenenada (sí, como en ‘Blancanieves’, película que en su momento le fascinó) y en plena ignonimia. Hasta más de 60 años después no se restituyó su honor público. Turing creyó de manera sincera que las máquinas pensaban, pero sufrió a los hombres que no lo hacían.
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